viernes, 3 de mayo de 2013

ELEGÍA A RUBÉN DARÍO DE JOSÉ MARÍA VARGAS VILA. Por Flobert Zapata Arias Montes


Hablo sobre los libros como un lector más pero como un lector sincero, suficiente en este mundo literario amellado por la contra-ideología, convertido en un mercado como cualquier otro y poblado por el engaño y el racismo de los vividores.
He leído tres libros de Vargas Vila: Ante los bárbaros (gracias Édgar Cocherín por recomendármelo), el minotauro y Rubén Darío. Y tengo que decir que me han causado una conmoción tan grande que sin duda lo colocaría como uno de los primeros candidatos al Anti-Nobel, galardón de aquellos que por colosales han sido enterrados (gracias Onel por hablarme de él con el entusiasmo del verdadero amigo) en el cementerio de los innombrables de la patria del nunca.
Incurren en el sofisma quienes descalifican a Vargas Vila, le ponen sordina y lo declaran muerto. Ningún escritor está tan vivo en nuestra lengua después de que han pasado más de cien años de un fulgor poderoso que parece apenas llegado. Lo que le achacan como defectos son en realidad virtudes: donde dice ampulosidad léase fuerza, donde adjetivador malo léase adjetivador único, gloria del arte de adjetivar. Donde no dice nada léase librepensador, rebelde, justiciero, desenmascarador de la astracanada. Bastardo entre los  genios de la lengua española condenado por el mayor pecado de todos, el de llegar directo al alma del necesitado y al necesitado de alma.
Su biografía de Rubén Darío, su contemporáneo, su admirador, su amigo personal, con quien compartió tantos momentos, rebosa de lucidez, de alegría, de delicia, de amor, de nobleza. Nada hay aquí de tráfico porque lo detestaba y porque no lo necesitaba, ninguna más cargada de dignidad que la vida de Vargas Vila. Lo reconoció cuando nadie lo reconocía, lo ayudó cuando todos le dieron la espalda, le ofreció el hombro para que llorara sus miedos de supersticioso y sus fracasos de amor. En los últimos capítulos entrega la insuperable interpretación de su obra, sustentada por la humanidad desnuda de los capítulos anteriores. La mayoría de los biógrafos brillan más que la biografía pero Vargas Vila brilla al buscar sólo que brille su amado Rubén Darío, el que “no tuvo discípulos ni rivales”. Creo que esta elegía inédita de Vargas Vila sobre Rubén Darío, llamada El sol de los vencidos, que me honro en publicar por primera vez,  se debe contar al lado del Llanto por Ignacio Sánchez Mejía de Federico García Lorca y de la Elegía, a Ramón Sijé, de Miguel Hernández.



EL SOL DE LOS VENCIDOS

“Llegó a la barca negra./ Y lo vieron hundirse/ en las brumas del lago del misterio/ los ojos de sus cisnes”.

El alma profunda del poeta, parecía hacerse más visible,
en este principio de consunción que era como la de un cirio,
cansado de arder ante el altar de un dios,
que valiera menos que él.
Y mis ojos y mi corazón siguieron con angustia el vuelo
del cisne suave y doliente a través del océano.
 No les dejó sino el canto, un canto de crepúsculo,
para resonar en el corazón de la Muerte
y cantar en su agonía, todos los pesares de la Tierra,
miserablemente engañada por el cielo.
Como moscas pútridas, sobre el cuerpo indefenso
de un cisne agonizante, todo lo abyecto, lo infecto,
lo sospechoso, que el oleaje de las guerras americanas,
había arrojado sobre la bella playa catalana,
cayó sobre el Poeta, lo cubrió, lo ahogó, lo devoró…
Me llegaron después ecos de la odisea dolorosa…
El poeta asesinado, no acababa de morir…
¡Como los cisnes tiene dura la vida!
el glorioso cisne iba arrastrado hacia su fin fatal…
hacia la muerte…
la muerte…
ese Ocaso sin entrañas, que devora todos los soles…
la muerte, que es también un sol;
el Sol de los Vencidos.
Conoció el Alma del Dolor, cuando los otros,
no llegaron a conocer, sino el Dolor del alma.
La Vida lo hirió y no lo manchó…
La luz permanece pura, nada puede contra ella,
el verdoso temblor del fango infecto…
la Vida, lo entristeció, no lo envileció;
no pudiendo mancillarlo, se conformó con hacerlo llorar…
como a todos los Poetas…;
¿qué es un Poeta sino una copa de lágrimas,
en la cual se refleja el corazón del Sol?...
ningún dios ha muerto sin llorar…
como los hombres…
¿Cómo ese Hombre, todo pasividad y todo miedo,
cargado con todas las esclavitudes, de rodillas ante ellas,
sufriéndolas y cantándolas todas, desde la de Dios,
hasta la de los tiranos tropicales,
pudo combatir por la Libertad Literaria,
sin otras armas que una lira antibélica en la mano?
Él desenterró la espada lírica de Garcilaso,
y la unió al bastón de peregrino de Rimbaud;
hizo cantar a Santa Teresa,
acompañada por el violín perverso de Verlain;
hizo danzar el solideo de Góngora,
en las manos profanas de Mallarmé;
embriagó a San Juan de la Cruz,
con el ajenjo de Baudelaire;
aprisionó las rimas de Benville,
en la red arcaica de Jorge Manrique;
Un crepúsculo denso caía ya, sobre la Vida,
y sobre la Obra del Poeta;
el sol de la celebridad empezaba a declinar
sobre un cielo de Olvido;
los áureos olivares que lo circuían,
quedaron pronto desiertos;
sus jardines, empezaban a entrar en soledad;
su gloria, empezaba a tener para él,
inclemencias de sepulcro;
respetado, amado, admirado, era sin embargo,
ya algo como un dios sobre el ara de un templo vacío;
sus cisnes yacían inmóviles, a sus pies,
cerca a las ondas del lago taciturno hecho violáceo;
agobiado por la corona inmortal de sus triunfos,
volvió a la Vida, a los dioses sus hermanos,
y se fundió en ellos.
JOSÉ MARÍA VARGAS VILA

La Carolita, jueves 1/may/2013
© Flóbert Zapata, mayo de 2013